Te escribo desde Fukushima City, donde he venido con un equipo de Greenpeace para medir los niveles de la radiación. Sin embargo lo que más me está impactando no es la medición de los radiómetros, sino las historias rotas de miles de personas que han tenido que dejar atrás su tierra, su casa, y su vida.
Quienes se marchan dejan todo atrás y para los que se quedan la vida es dura. En muchas localidades solo está permitido estar fuera de casa ocho horas al día. A otras se puede ir solo los fines de semana. En todas ellas, las medidas de precaución son necesariamente paranoicas: se trata de exponerse lo menos posible al monstruo invisible de la radiación. Ni siquiera está permitido que los niños jueguen en la calle.